La malicia es empática pero no es compasiva: ojo con los
manipuladores desalmados.
En una excelente conferencia de Adela Cortina, en las
jornadas coruñesas de las comisiones deontológicas de los Colegios de Médicos,
se suscitó el debate sobre compasión, sensiblería y empatía, que siguió en el
pasillo entre algunos asistentes. Esta reflexión parte de aquellas.
Podríamos decir que la función más básica es la empatía; su
formulación tiene evocaciones más emocionales que cognitivas, pero la
distinción es menor: nuestro equipamiento cerebral trae de serie un aparato que
resuena con las emociones de los demás, y que resulta muy útil para anticipar
su comportamiento. Su significado estaría próximo a la imitación, y permitiría
el aprendizaje y el ajuste del comportamiento al medio social. Sin empatía
podemos tener muy buena gente pero muy fuera de la realidad: los famosos
cuadros de “síndrome de Asperger”, que escenifica la antropóloga forense de la
serie Bones, serían incapaces de captar los matices semánticos, bromistas e
irónicos de los demás.
Lo contrario de la frialdad empática sería la “sensiblería”:
algunas personas se emocionan de forma exagerada con las alegrías o tristezas
exteriores, incluso cuando son eventos lejanos o cuando están fuera del alcance
de la acción inmediata de ellas. La sensiblería sería como una ola inmediata
que se va o cambia de tema rápidamente. En cierta forma sintoniza con lo
noticiable de los medios de comunicación.
Ahora entraríamos en la compasión; “padecer con el otro”
supone empatía, pero va mucho más allá; y según Adela Cortina, exige un cierto
grado de proximidad y compromiso. Si los eventos son lejanos e inaccesibles, la
compasión no podría tomar cuerpo. El profesional la necesita para poner su
saber al servicio de su paciente. De ahí la importancia crítica de cultivar
esta disposición y sentimiento. Una excesiva empatía, sin embargo, dificultaría
la acción clínica: mantener la distancia terapéutica exige una cierta separación emocional. Por lo tanto, la excelencia en el arte de atender pacientes supone
cultivar la compasión y contener la empatía “sensiblera”.
Ahora toca hablar de los malos. Los psicópatas, por ejemplo,
son capaces de dañar a otros sin padecer ellos mismos. Su falta de compasión no
implica carencia del aparato cognitivo de la empatía: pueden ser grandes
manipuladores y seductores, al modo en el que los actores pueden interpretar
papeles. Nos resulta extraño moralmente, pero un torturador es capaz de saber
lo que más duele o humilla para proceder en su inhumana práctica.
En un plano menos dramático, cuando un individuo cultiva el
cinismo y la coacción moral, puede acabar desensibilizándose para seguir
captando con empatía su exterior, pero anestesiar su capacidad de padecer con
el otro.
Pero, la forma más sencilla de proceder para esta anestesia,
es considerar que “el otro” no pertenece a la misma categoría humana que uno
mismo. Cuando se puede deshumanizar a los maltratados se abre un fácil
cortocircuito moral para ejercer conductas perversas sin recibir el castigo que
infringiría la propia conciencia. Mucha gente “normal” que colaboró activamente
con el exterminio de los judíos en el régimen nazi, atravesaron la barrera del
genocidio gracias a la xenofobia. Por eso las conductas racistas y xenófobas
son tan peligrosas.
Y estas miserias no están sólo en el alma de los marcados
por Caín; por eso debemos trabajar nuestro compromiso activo con todos los
seres humanos. La virtud hay que ejercitarla. Michael Connely creó un detective
(Harry Bosch) que tenía una frase para explicar su altísimo nivel de
implicación con los desheredados: “si alguien no importa, nadie importa” (everybody counts or nobody counts).
Pues eso: todos importan. Compasión y profesionalismo.
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