No creo que tenga solución fácil el conflicto de las Urgencias del Hospital General de Segovia;
iniciado con la renuncia de Mónica Lalanda
por condiciones de trabajo que consideraba injustas e inaceptables; complicado
por las posibles interpretaciones de maltrato; amplificado por las redes
sociales; escalado por denuncia ante el Colegio de Médicos del responsable que
se siente ofendido; e inevitable como procedimiento que no puede ser obviado
por las normas de instrucción
deontológicas.
El conflicto también es intratable porque (y esto es de mi
cosecha) los litigios inter-profesionales que se dan en contextos organizativos
complejos no son resolubles debito a que no
están todos los agentes implicados (¿y la administración que pone a presión
a todos con la precarización y la falta de medios?), y porque falta “distancia terapéutica” para juzgar
los hechos y los contextos dentro de la propia profesión médica provincial.
En mi experiencia de casi dos años llevando todos los
expedientes disciplinarios de médicos de Madrid, aprendí que los conflictos
entre profesionales dentro de organizaciones jerárquicas siempre llevan a pierdo-yo,
pierdes
tú, y perdemos todos. Porque,
una cosa es el juicio moral y otra es el procedimental; y, como ocurre en la
justicia ordinaria, lo relevante es lo que se puede demostrar; y es ahí donde
no hay simetría entre la virtud y la justicia; peor aún, con frecuencia la
parte con más razón moral, puede perder los nervios y acabar actuando contra
sus propios intereses dejando un reguero de elementos que jugarán en su contra.
Nada particularmente nuevo bajo la faz de la tierra.
Mónica parece estar dolida; por la tibieza de los que creían
sus personas más próximas, muchos dentro del mundo colegial médico; pero ésta
presunta tibieza puede venir de la visión anticipada de las complicaciones
actuales y futuras; puede ser por la mayor clarividencia de tener la mencionada
“distancia terapéutica”: hay aprecio personal y profesional, pero hay también preocupación
por los nubarrones legales que se visualizan.
El fracaso de una mediación ensayada
no ha ayudado a consolidar vínculos precisamente. Y, finalmente, el mundo
colegial no puede dejar de sentir precaución ante el posible deterioro de sus
instituciones, al someterlas a este tipo de “stress test” de imposible
resolución feliz.
Pero también puede estar confundida por el apoyo entusiasta
de gentes diversas: del precariado médico, sensibilizado contra el
establishment profesional; del mundo sanitario que simpatiza con los débiles y abomina
del gerencialismo inclemente; de un colectivo que de forma conspicua busca en
cualquier problema colegial un argumento adicional para proclamar la necesidad
de acabar con la colegiación obligatoria; y, finalmente, de un amplio colectivo
político y social que desde la cultura del activismo social y profesional se
adhiere a causas en función de la identificación con el más débil o con menos
poder.
Hay que recordar que la cultura del activismo social y
sanitario es importante; permite incluso detener decisiones muy lesivas (marea
blanca contra las privatizaciones de Madrid); pero su formato “adversarial” no permite
formular en positivo los cambios necesarios, ni puede ser alternativa al
trabajo de construcción y reforma de las instituciones y organizaciones.
Bien; este es el tamaño del problema; ¿coincide con el tamaño
de la solución?: la inmolación en una gran batalla final es sólo un espejismo;
al final todos salen perdiendo. Para mí está claro que tocaría de forma
inmediata hacer una mediación (una segunda, o una tercera si fuera necesario) y
encontrar una fórmula que permitiera restaurar la relación y sacar el conflicto
de la vía (o vías) disciplinarias.
Además, creo que deberíamos reflexionar sobre la pertinencia
de lo deontológico para juzgar problemas que se dan en contextos organizativos públicos
(donde la autoridad administrativa tiene un poder dominante); porque además, lo
deontológico y lo administrativo configuran universos desacoplados, como
demuestra que una decisión de suspensión de colegiación tenga un controvertido
o nulo efecto en la relación de empleo con centros del Sistema Nacional de
Salud.
Junto a esto, se trataría de buscar alternativas “preventivas”
a los conflictos; por ejemplo, que ante situaciones de gran tensión
organizativa, un colegiado pueda solicitar la mediación de su colegio para
interceder ante las autoridades gerenciales o clínicas a efectos de evaluar
posibles situaciones injustas o inaceptables.
Y, por supuesto, en un plano más general habría que afrontar los problemas de base que añaden presión al sistema público de salud: recursos económicos, humanos, organizativos y de gobierno... sin ellos, cualquier gestor general o clínico se encuentra ante el antipático reto de tener que internalizar las restricciones y actuar como si fuera él el propio racionador ante sus compañeros.
¿Podremos sacar algo positivo de todo esto? Lo dudo mucho;
pero al menos habría que minimizar daños y evitar tanto las sanciones como la
deslegitimación de personas e instituciones.
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