Juanjo Rodríguez Sendín, el Presidente de la Organización Médica
Colegial acaba de levantar una polvareda con unas breves declaraciones suyas en
el contexto de una conferencia en el Foro Europa donde dijo cosas muy
interesantes y comprometidas, que sin embargo poco han trascendido… misterios
de la comunicación.
Aquí la reseña de su dicterio
contra los abusadores…
“Ante la recomendación de la Comisión de Expertos en materia fiscal
rechazó la posibilidad de que las comunidades autónomas puedan aplicar ningún
copago”. Rodríguez Sendín, propuso, en cambio, un pago para los ciudadanos
"por mal uso de los servicios" sanitarios, como por ejemplo "cuando la gente no se retira de la lista de
espera aunque ya haya sido atendido, cuando la duplica intencionadamente y
ocupa espacio, cuando no va a recoger las pruebas diagnósticas, o cuando va a
Urgencias y no a su centro de salud".
Vayamos por partes. ¿Hay abuso?; ingenuos seríamos si pensáramos
que en alguna actividad humana no existe tal cosa. La asistencia sanitaria
pública, como bien económico tutelar y preferente, no puede evitar la rivalidad
en la utilización/consumo por parte de los pacientes (si te ven a ti primero, a
mí me verán después, o quizás mañana…), y el gasto que dedicamos a unos
pacientes o actividades, no pueden ser dedicados a otras acciones que igual son
más valiosas para la salud y el bienestar (el llamado coste de oportunidad).
Dada la asimetría de información y poder entre los
profesionales y los pacientes, los principales problemas de irracionalidad y
mal uso recaen en la organización y funcionamiento de los servicios. Los
pacientes tienen una limitada capacidad de añadir mala utilización en el núcleo
duro de la atención sanitaria (el qué hacer), pero sí que tienen mucha más
capacidad de imponer sus preferencias en el contexto de la utilización: cuándo
y dónde acudir; y por supuesto, en la mayor o menor adherencia a consejos, citas,
prescripciones e indicaciones.
Este margen de irracionalidad y mal uso de los pacientes, se
amplía exponencialmente cuando encaja con desorganización de los servicios. Por
ejemplo, la tendencia del hospital a tratar simultáneamente morbilidad (lo
importante) y comorbilidad (lo acompañante) en paralelo y como problemas
independientes por diversas especialidades, crea un caos de citas para
análisis, pruebas funcionales, estudios de imagen, etc. A veces el
paciente se ofusca y olvida o falla a citas, o simplemente se da a la fuga
espantado.
Cuando debatimos en clases y seminarios las políticas de
copagos, los médicos asistenciales suelen confesar una ambivalencia: por una
parte son contrarios por el efecto barrera, que inhibe la utilización sin poder
discriminar entre el uso y el abuso; pero, por otra parte los copagos son añorados como un
instrumento de contención para la demanda caprichosa y antojadiza de un número
no despreciable de pacientes, y las actitudes ofensivas y provocativas de otros pocos.
Este
sentimiento se da mucho más en los médicos y enfermeras que trabajan en
urgencias, hacen visitas domiciliarias o tienen funciones de puerta de entrada
y cara al público: “añoranza de un
copago de castigo”, le llamaría yo… Pero, ¿sería justo que el médico clínico tuviera
el poder de decir qué paciente paga y cuál no?; si fuera justo, ¿sería efectivo
para reducir el abuso?; ¿se producirían problemas y enfrentamientos que en la
práctica bloquearían su aplicación, o lo harían selectivamente para los más protestones?;
¿cómo y dónde se cobraría el copago de castigo?; ¿qué efectos a medio plazo
tendría?...
Porque el tamaño de un problema no suele corresponder con el
tamaño de la solución. Las políticas que se pongan en marcha para resolver un
problema (mejor ser modestos y decir “minimizar” o “controlar”) deben ser
eficaces y costo-efectivas. En estos
casos básicamente se trata de anticipar si existen medidas específicas que
consigan discriminar el uso del abuso, y reducir éste último; y que lo consigan
con un coste y esfuerzo organizativo razonable.
No creo que se pueda pretender que ninguna política organizativa
carezca de costes y efectos adversos; las decisiones siempre tienen que sopesar
pros y contras; y darle mucho peso a aquellos inocentes que pueden verse
atrapados por los acerados mecanismos de los reglamentos; o de los efectos deletéreos que añaden luego
los que aplican las normas, bien por estupidez, por ignorancia o por malicia:
por ejemplo, cuando se asusta a un inmigrante en el mostrador urgencias
diciéndole que tiene que pagar y que se le va a facturar… alguno acaba muriendo
en casa con una tuberculosis, como ocurrió en Baleares. Luego nadie sabe si la
culpa es de la norma o del que la aplicó; en realidad era un efecto combinado,
que podía y debía haber sido previsto.
Ya sabemos que no hay “normas a prueba de idiotas” (porque
éstos son mucho más imaginativos de lo que podemos pensar); por lo tanto
pensemos en lo que puede ocurrir con copagos de castigo, y sopesemos si el
tamaño del problema compensa el tamaño de la solución, y los riesgos de
descontrol.
Y, en todo caso, si las autoridades sanitaras quieren
introducir una política de control de demanda, que la documenten
suficientemente (experiencias internacionales), y si fuera posible que la
ensayen antes; los experimentos mejor acotados, y con gaseosa (no con champán).
Mi opinión personal es contraria a las penalizaciones a los
pacientes. La raya roja que activaría la responsabilidad de los usuarios serían
las agresiones, ofensas y maltratos a los sanitarios y otros pacientes y el
daño a instalaciones, equipos y servicios. Y para estas situaciones debería
haber mecanismos bien engrasados y rápidos que permitieran que los pocos
pacientes maltratadores o vandálicos, con independencia de que paguen sus
agresiones o destrozos, obtengan su inalienable derecho a la asistencia a
través de unos canales específicos donde se minimice su posibilidad de erosionar
al servicio público de salud.
Y, para lo demás… mucha paciencia. Y dos consejos:
- Primero: olvidar la tontuna de que los pacientes son “clientes”. La relación clínica es diferente y no puede ser reconducida al modelo consumerista, porque esto, en último término, excita la conciencia de rivalidad, picaresca y justificación del deseo individual (el cliente siempre tiene la razón…)
- Segundo: como dice mi amigo Gervas, debemos aprender a decir no; con gran educación pero con firmeza y claridad; no a los pacientes, pero también no a los compañeros, a los jefes, y a otros agentes que vienen a influirnos en la práctica clínica. No, gracias; pero también al paciente necio, obstinado, enchufado, pícaro, artero, listillo, con influencias, mentirosillo, enredador…
Bueno sería que nuestros gestores y autoridades apoyaran más
al médico clínico cuando asume el papel de buen administrador de lo público, y
ejerce su autoridad para decir que no cuando toca hacerlo. Si se le deja sólo, o se le desacredita,
¿quién va a poder impedir que cunda la añoranza por un buen copago de castigo?