martes, 25 de agosto de 2015

Difícil pasar de la indignación al poder. Más difícil pasar del activismo social a gobernar con eficiencia


Las nuevas fuerzas progresistas emergentes ya probaron el amargo cáliz de pasar de la movilización en la calle, a articular candidaturas electorales municipales y autonómicas. 

Muchos miran desilusionados lo que aparentemente es una batalla interna por el poder, con marrullerías que recuerdan a los partidos tradicionales, incluidos los resabios del “centralismo democrático” y otras formas de minimización del acceso a la dirección y las cuotas de poder de las minorías.

Pero… en esta decepción hay mucha ingenuidad; la actividad política tiene características especialmente adversariales y competitivas. 

A diferencia de otros mundos más colaborativos (creación, investigación, ocio, etc.) donde se dan los juegos de “suma positiva” (gano yo, ganas tú y ganamos más juntos que cada uno por su lado), en la política el juego es de “suma cero”, donde lo que gana uno (un puesto directivo, un escaño, un gobierno) lo pierde necesariamente otro. Por esto sólo en condiciones de gravísimos problemas (atentados, catástrofes, riesgos para la democracia y las reglas del juego,…) se producen reacciones de suma positiva entre los políticos (y ello de forma temporal e inestable).

Pues ahora toca otro trago amargo: participar en el gobierno de ciudades (o Comunidades Autónomas en su caso), conlleva un “cambio de chip”: la cultura del activismo social puede ser condición necesaria para vigorizar y “empoderar” un proyecto y un programa de trasformación social, pero es totalmente insuficiente para las labores cotidianas de gobierno y gestión. 

La razón es bien sencilla: en la función de gobierno el decisor se enfrenta a recursos escasos y a restricciones de la senda institucional (la llamada dependencia de senda), que no pueden modificarse a corto plazo (que se lo pregunten a la alcaldesa Carmena). Esto obliga a tener que priorizar, y a que unos temas pasen por delante de otros: en la cultura del activismo social esto no es necesario: todos caben en la calle, y una pancarta puede añadirse siempre a otras.

Pero no es sólo esto: además de la esperable oposición de los poderosos, se desencadena una hostilidad entre los indiferentes, y una decepción entre los propios, porque cada medida que se toma, tiende a molestar e irritar a otros no beneficiados: el agravio comparativo alimenta la hoguera a la que los poderosos echan gasolina.

El gobierno decente y la gestión eficiente precisa de competencias y actitudes diferentes, que tardan tiempo en consolidarse y requieren una buena articulación entre el plano político y el plano técnico. Esto se proyecta en una compleja relación colaborativa (no exenta de tensión) entre los políticos y los altos funcionarios y tecnoestructura institucional. 
  • El Partido Socialista, por historia y experiencia de gobierno tiene adquiridas estas competencias; pero adolece de ánimo regeneracionista, y una parte de su ser se ha adormecido en las dulces sábanas de los privilegios y comodidades del poder. 
  • Izquierda Unida ha podido acercarse a adquirir algunas habilidades en el ámbito de oposición parlamentaria (seguimiento de políticas) e incluso de participación subalterna en la gestión pública (fundamentalmente municipal); pero su proceso de desgaste interno y su adaptación darwiniana al papel de opositor eterno, complica el aprovechamiento de las competencias adquiridas en la historia reciente.

Vendría bien que los “podemitas” y fuerzas emergentes reflexionaran lo antes posible sobre el asunto; la idea de que hay funcionarios que se saben la parte técnica, y que lo más sencillo es darles confianza e iniciativa, no está mal como reclamo o como aperitivo; pero lo cierto es que esta articulación entre lo técnico y lo político es una de las tareas más difíciles, pues son lenguajes diferentes… y además, el gremialismo burocrático y la “casta de altos funcionarios” es un elemento a tener en cuenta en este matrimonio obligado.

No puedo aconsejar ningún sistema para acortar ciclos históricos; al final supongo que la experiencia la tiene que adquirir cada uno con sus propios errores.  Quizás sí que aconsejaría ampliar la flexibilidad doctrinal para analizar problemas complejos, y reforzar la autoridad y el poder de los cuadros que deban de gobernar, ya que van a tener que enfrentarse a decisiones duras.

Los problemas sociales son complejos, y siempre aparecen en el momento más inesperado, y en el peor contexto posible. ¿Prostitucion? No debería existir, pero existe y el debate de qué hacer es farragoso y nos mete en un callejón sin salida moral: no tiene arreglo, sólo apaño. ¿Drogas?; ¿Impuestos?; ¿Toros?; ¿Botellón?; …

Incluso algunas micro-medidas se vuelven contra las buenas intenciones al caer la noche: un banco en la calle, sirve para el descanso de ancianos por la tarde, pero se torna en la base de un grupo alegre de jóvenes que beben y cantan hasta la madrugada, para desesperación de los vecinos.

Y la autoridad y el poder para gobernar no debería darnos miedo, aunque vaya en contra de la cultura del activismo social (que tiene un importante componente de desconfianza en las instituciones y en la acción de los gobierno). Que se lo pregunten a Tsipras… que, se esté o no de acuerdo con su decisión del tercer memorandum, ha tenido la inteligencia y el acierto de combinar decisiones duras (dependientes del contexto) con la convocatoria tanto de consulta, como de abandono del poder para que la población dicte sentencia.

Que el diálogo y la participación no sean un obstáculo para decidir y gobernar (la llamada parálisis por el análisis); y que aquellos individuos que sean más bien tiernos, quieran que todo el mundo quede satisfecho, o que no sepan aguantar bien las paradojas, gestionar dilemas, o soportar las críticas de los amigos... que no se metan a función de gobierno, y sigan en el activismo social, que también hace mucha falta para cargar las pilas de los procesos de regeneración social.




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