Las nuevas fuerzas progresistas emergentes ya probaron el
amargo cáliz de pasar de la movilización en la calle, a articular candidaturas
electorales municipales y autonómicas.
Muchos miran desilusionados lo que
aparentemente es una batalla interna por el poder, con marrullerías que
recuerdan a los partidos tradicionales, incluidos los resabios del “centralismo
democrático” y otras formas de minimización del acceso a la dirección y las
cuotas de poder de las minorías.
Pero… en esta decepción hay mucha ingenuidad; la actividad
política tiene características especialmente adversariales y competitivas.
A
diferencia de otros mundos más colaborativos (creación, investigación, ocio,
etc.) donde se dan los juegos de “suma positiva” (gano yo, ganas tú y ganamos
más juntos que cada uno por su lado), en la política el juego es de “suma cero”,
donde lo que gana uno (un puesto directivo, un escaño, un gobierno) lo pierde
necesariamente otro. Por esto sólo en condiciones de gravísimos problemas (atentados,
catástrofes, riesgos para la democracia y las reglas del juego,…) se producen
reacciones de suma positiva entre los políticos (y ello de forma temporal e
inestable).
Pues ahora toca otro trago amargo: participar en el gobierno
de ciudades (o Comunidades Autónomas en su caso), conlleva un “cambio de chip”:
la cultura del activismo social puede ser condición necesaria para vigorizar y “empoderar”
un proyecto y un programa de trasformación social, pero es totalmente
insuficiente para las labores cotidianas de gobierno y gestión.
La razón es
bien sencilla: en la función de gobierno el decisor se enfrenta a recursos
escasos y a restricciones de la senda institucional (la llamada dependencia de
senda), que no pueden modificarse a corto plazo (que se lo pregunten a la alcaldesa Carmena). Esto obliga a tener que
priorizar, y a que unos temas pasen por delante de otros: en la cultura del
activismo social esto no es necesario: todos caben en la calle, y una pancarta
puede añadirse siempre a otras.
Pero no es sólo esto: además de la esperable oposición de
los poderosos, se desencadena una hostilidad entre los indiferentes, y una
decepción entre los propios, porque cada medida que se toma, tiende a molestar
e irritar a otros no beneficiados: el agravio comparativo alimenta la hoguera a
la que los poderosos echan gasolina.
El gobierno decente y la gestión eficiente precisa de competencias
y actitudes diferentes, que tardan tiempo en consolidarse y requieren una buena
articulación entre el plano político y el plano técnico. Esto se proyecta en
una compleja relación colaborativa (no exenta de tensión) entre los políticos y
los altos funcionarios y tecnoestructura institucional.
- El Partido Socialista, por historia y experiencia de gobierno tiene adquiridas estas competencias; pero adolece de ánimo regeneracionista, y una parte de su ser se ha adormecido en las dulces sábanas de los privilegios y comodidades del poder.
- Izquierda Unida ha podido acercarse a adquirir algunas habilidades en el ámbito de oposición parlamentaria (seguimiento de políticas) e incluso de participación subalterna en la gestión pública (fundamentalmente municipal); pero su proceso de desgaste interno y su adaptación darwiniana al papel de opositor eterno, complica el aprovechamiento de las competencias adquiridas en la historia reciente.
Vendría bien que los “podemitas” y fuerzas emergentes reflexionaran
lo antes posible sobre el asunto; la idea de que hay funcionarios que se saben la
parte técnica, y que lo más sencillo es darles confianza e iniciativa, no está mal como
reclamo o como aperitivo; pero lo cierto es que esta articulación entre lo técnico
y lo político es una de las tareas más difíciles, pues son lenguajes diferentes…
y además, el gremialismo burocrático y la “casta de altos funcionarios” es un
elemento a tener en cuenta en este matrimonio obligado.
No puedo aconsejar ningún sistema para acortar ciclos
históricos; al final supongo que la experiencia la tiene que adquirir cada uno
con sus propios errores. Quizás sí que
aconsejaría ampliar la flexibilidad doctrinal para analizar problemas
complejos, y reforzar la autoridad y el poder de los cuadros que deban de
gobernar, ya que van a tener que enfrentarse a decisiones duras.
Los problemas sociales son complejos, y siempre aparecen en
el momento más inesperado, y en el peor contexto posible. ¿Prostitucion? No
debería existir, pero existe y el debate de qué hacer es farragoso y nos mete
en un callejón sin salida moral: no tiene arreglo, sólo apaño. ¿Drogas?;
¿Impuestos?; ¿Toros?; ¿Botellón?; …
Incluso algunas micro-medidas se vuelven contra las buenas
intenciones al caer la noche: un banco en la calle, sirve para el descanso de
ancianos por la tarde, pero se torna en la base de un grupo alegre de jóvenes
que beben y cantan hasta la madrugada, para desesperación de los vecinos.
Y la autoridad y el poder para gobernar no debería darnos
miedo, aunque vaya en contra de la cultura del activismo social (que tiene un
importante componente de desconfianza en las instituciones y en la acción de
los gobierno). Que se lo pregunten a Tsipras… que, se esté o no de acuerdo con
su decisión del tercer memorandum, ha
tenido la inteligencia y el acierto de combinar decisiones duras (dependientes
del contexto) con la convocatoria tanto de consulta, como de abandono del poder
para que la población dicte sentencia.
Que el diálogo y la participación no sean un obstáculo para decidir y gobernar (la llamada parálisis por el análisis); y que aquellos individuos que sean más bien tiernos, quieran que todo el mundo quede satisfecho, o que no sepan aguantar bien las paradojas, gestionar dilemas, o soportar las críticas de los amigos... que no se metan a función de gobierno, y sigan en el activismo social, que también hace mucha falta para cargar las pilas de los procesos de regeneración social.
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