Ciencia y Medicina:
Terapias y pseudoterapias. Este el título de una interesante mesa redonda que modero
en la Escuela Nacional de Sanidad; es la actividad académica final del Master
Universitario en Administración Sanitaria, y tengo unos ponentes de lujo…
José Francisco Álvarez Álvarez, Catedrático de
Lógica y Filosofía de la Ciencia,
UNED.
Jerónimo Fernández Torrente, Miembro de la
Comisión Permanente del CGCOM,
y
Coordinador del Observatorio de la OMC contra las pseudociencias y las
pseudoterapias.
Abel Novoa Jurado, Médico de Familia y Salud
Comunitaria, Presidente de la
Plataforma No-Gracias.
Raquel Yotti Álvarez. Médica, investigadora
clínica y especialista en
Cardiología,Directora del ISCIII.
El que quiera podrá verlo en “streaming”
https://youtu.be/BJ_dvS7Dh1c
El tema parece fácil cuando uno se enfrenta a extravagancias
y supercherías que prometen la salud, el amor, la eterna juventud… pero se
complica más cuando algunas presuntas innovaciones del mundo de las pseudociencias
y las pseudoterapias quieren remedar modelos de demostración de efectividad; y
también cuando los “alternativos y complementarios” (como gustan llamarse a
sanadores y técnicas) impugnan unas exigencias de evidencia que se les aplican de
forma asimétrica, ya que muchas prácticas clínicas habituales no pasarían por
el ojo de esa estrecha aguja.
La forma más honesta de enjuiciar a las pseudoterapias, debe
ser desde una conciencia crítica de los problemas actuales de la medicina. No
todo lo que hacemos se basa en evidencias; más complicado aún: no todo lo que
hacemos o lo que haremos, se va a poder basar en pruebas; porque la complejidad
del ser humano, sus pluripatologías y la fragilidad, hacen que las evidencias
construidas “enfermedad a enfermedad”, o “molécula a molécula”, puedan llegar a
ser letales cuando se aplican a un ser humano de carne y hueso. De ahí que la
holgura clínica deba proteger al profesional para adaptar el arsenal de recursos
a cada paciente concreto.
Además, algunas intervenciones pueden ser más adaptables al
modelo de ensayo clínico aleatorizado y enmascarado; otras menos; y otras, en
las que la interacción del cuidador y el paciente crea patrones singulares y en
buena medida irreproducibles, es donde tenemos un reto más epistemológico que de ciencia
práctica.
Eppur si muove; y sin embargo… tenemos que movernos; porque la
ignorancia y el engaño están produciendo mucho daño; económico, moral y de
salud. Por esto simpatizo abiertamente con las autoridades profesionales
(Colegios) e institucionales (Ministerio de Sanidad y de Ciencia) que han puesto
en marcha iniciativas para detener la tremenda deriva hacia la extensión de este
tipo de prácticas.
Para contribuir desde lo académico a ordenar las pseudociencias
y pseudoterapias en un gradiente de distorsión de criterios que confieren
validez a nuestro saber, he utilizado el diagrama de Stacey modificado (un autor
de la teoría del caos y la complejidad).
Se trata de comparar en dos ejes la evidencia de una intervención
(de mayor a menor en el eje de abscisas), y el consenso profesional y científico
(de mayor a menor en el eje de ordenadas).
En el gráfico primero se ve cómo según disminuye la
evidencia y el consenso, nos adentramos en el mundo oscuro de la ignorancia; la
frontera del conocimiento (the Edge of Chaos) delimita el territorio donde podríamos
contar con alguna evidencia o algún consenso para mejorar la probabilidad de ser
efectivos.
Obviamente, donde hay mucha evidencia y consenso, las cosas
son fáciles y claras (zona verde); donde hay poca o ninguna (zona roja),
también es fácil concebir un rechazo. Los problemas son de las zonas amarillas…
donde hay evidencia sin consenso, o consenso sin evidencia.
Intentamos explorar las situaciones, diferenciando dos tipos
de consenso: uno de tipo científico, que establece la plausibilidad o
concordancia de una intervención con las teorías y saberes dominantes en un
determinado tiempo y lugar; y el otro el consenso clínico, que expresa lo que
comúnmente se considera una práctica válida por los profesionales.
En el gráfico segundo procedemos a contrastar evidencia con
teorías; entre las discordancias, la más habitual es que el saber dominante nos
muestre una dirección, pero no se encuentren evidencias: algo debería
funcionar, porque es teóricamente lógico o plausible, pero resulta que no se
puede demostrar que funcione: el típico salto de la rata al humano, que hace tan
desilusionante la mayoría de las noticias de grandes avances de la
investigación… que aunque sirvan para cubrir la vanidad y los presupuestos de
los investigadores, generan falsas esperanzas en muchos pacientes que van a su
médico a preguntar. Aquí tocaría profundizar en la investigación, y poner cautelas
para no generar daño por expectativas o por práctica imprudente.
La otra discordancia es cuando, en raras ocasiones, algo
parece funcionar sin que se entienda el mecanismo o la teoría que lo haría
comprensible o inteligible. No es tan infrecuente… la vacuna de Jenner para la
viruela se hizo antes de entender su fundamento microbiológico o de la
inmunidad cruzada; ni tampoco se sabía nada del escorbuto, cuando se recomendó
usar frutas en los barcos de la marina británica. Por esto, hay que cultivar
una tolerancia crítica hacia innovaciones que parecen funcionar, pero que (por
el momento) están huérfanas de una teoría o de una ruta fisiopatológica que haga
comprensible su inexplicable efectividad contrastada.
En el gráfico tercero el contraste lo hacemos entre la
evidencia y el consenso clínico; cuando ambos son inexistentes, es fácil situar
una práctica fuera de la lex artis (potencial territorio de malpraxis). La
discordancia más habitual es cuando hay una práctica comúnmente considerada
como efectiva y válida, pero para la cual no hay evidencia disponible; son las
llamadas “lagunas de evidencia”; algunas son modas en la profesión (poner a los
niños a dormir bocabajo, que resultó muy perjudicial y produjo muchos fallecimientos);
otras son prácticas incentivadas por una industria muy activa para promover productos
o intervenciones con efectividad débil o inexistente (los condroprotectores, o
el reciente caso del anticoagulante apixabán… y tantos otros…).
En la otra discordancia, cuando algo funciona y no acaba de
ser aceptado por la comunidad profesional, necesitamos instrumentos de formación
y actualización profesional, que tengan capacidad de integrar la evidencia científica,
aunque contradiga los valores y costumbres habituales. Qué bien le hubiera
venido a Ignaz Semmelweis un poco más de tolerancia de sus colegas, cuando
pidió que los médicos se lavaran las manos para no provocar la fiebre
puerperal, y fue atacado de forma inclemente por lo inaceptable de esta
recomendación.
El cuarto gráfico, intenta dibujar dos vectores que ayudan a
cualificar lo anterior, y que orientan nuestra respuesta:
Cuando hay dudas sobre la integridad de grupos de investigadores,
o de proyectos y trabajos científicos, debería ser posible parar el proceso de
innovación, y someterla a un control de posibles fraudes. Y también, cuando
algo funciona mal y tiene riesgos potenciales, por más que sea popular o
responda a creencias científicas del momento, debería ser objeto de un uso tutelado
y acotado, sometido a una evaluación rigurosa.
Además, si hay conflictos de interés notables y conspicuos
(lucro, poder profesional, notoriedad académica, déficit de reputación de
promotores, etc.), tenemos la obligación de intensificar la duda e impugnación
de las prácticas planteadas desde estos sesgos.
El último gráfico, intenta cualificar tres situaciones a
efectos de establecer la respuesta desde las autoridades profesionales e
institucionales:
·
El nivel más bajo de respuesta sería aportar
información pública y activa de dudas y cuestionamientos; supondría la retirada
de financiación pública, y en el caso de prácticas (no de productos), tolerar
que en la clínica se puedan usar, entendiendo que en la lex artis caben cosas acciones
muy diversas, culturalmente condicionadas y difíciles de demostrar (“holgura
clínica”).
·
El nivel intermedio conllevaría enfrentarse a un
riesgo cierto de fraude a consumidores o potenciales peligros de interacción
por omisión o efectos adversos; en este caso sería inobjetable la emisión de recomendaciones
de no utilización, ni siquiera en entornos clínicos (su carácter estrafalario o
su riesgos estarían desacreditando la praxis clínica y fomentando la imprudencia
temeraria).
·
El nivel máximo tiene que ver con intervenciones
que suponen un inequívoco peligro para la salud pública, o que vehiculizan una
publicidad claramente engañosa o falsa (y no solo la clásica desmesura y
exageración de todo marketing); en este caso, la prohibición y las sanciones
son la única medida posible para proteger a la parte más débil, y favorecer las
oportunidades de salud de un segmento de población que por su incultura o
desesperación pueden ser víctimas de este tipo de prácticas que rayan en la
delincuencia.
Mi padre, internista y generalista, era una persona muy
racionalista, y solía decir… si alguien practica una intervención que sabe que
no funciona, es un canalla; si alguien sabe que una intervención funciona, pero
no la quiere compartir con otros para monopolizar el beneficio, es doblemente
canalla. Creo que la medicina clínica tiene muchos problemas en su relación con
la evidencia, pero un gran océano moral le distancia de la gran mayoría de farsantes
y oportunistas que habitan el reino de las pseudociencias y las pseudoterapias.
Otra entrada de mi blog relacionada con este tema...
PUBLICIDAD ENGAÑOSA: EMPRESAS SIN ESCRÚPULOS, PROFESIONES
DÉBILES, Y GOBIERNOS AUSENTES... ¿ENSAYAMOS UNA DEONTOLOGÍA PREVENTIVA?
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